The Boy

El Niño

“Cuando era niño no sabía qué era real y qué no.”
Así me lo dijo, con los ojos clavados en el suelo, como si todavía le pesara.

Me contó que su mamá siempre le decía pequeñas mentiras, esas que parecen inofensivas pero te joden la cabeza sin que te des cuenta.
“Yo le decía, mamá, está haciendo mucho frío afuera, cuando me mandaba en las noches de invierno a la tienda por una caja de cigarrillos. Y ella me respondía que no, que si me ponía la chaqueta, el gorro, y pensaba en el sol y el mar mientras caminaba, me daría cuenta de que estaba haciendo calor.”

Mientras me lo contaba, entendí la confusión: creces pensando que tus sensaciones son incorrectas, que no puedes confiar ni en lo que tu cuerpo siente. Si a los ocho años alguien te convence de que el frío no es frío, ¿cómo no vas a dudar de todo lo demás?

Me dijo que por eso su autoestima estaba hecha trizas. Nunca sabía si lo que pensaba o sentía tenía valor. Y es que la ciencia lo explica fácil: si de niño nadie valida lo que sientes, tu cerebro aprende que tus emociones no cuentan. Cada vez que dudas de ti mismo, cada vez que te saboteas, hay algo de esa infancia ahí, respirando todavía.

Por eso ahora, con su hijo, hace todo distinto.
“Si le digo vuelvo en un minuto, vuelvo en un minuto. No porque sea fácil, sino porque no quiero que aprenda a dudar de lo que escucha. La confianza se construye en esas pequeñas cosas.”

Y tiene razón. No se trata de protegernos solo de las grandes mentiras, sino de esas verdades torcidas que nos hacen pensar que lo que sentimos está mal. Cuando te rodeas de gente que no te miente, no solo te cuidan: te ayudan a confiar en ti.

Desde ese día, cada vez que alguien intenta minimizar lo que siento, me acuerdo de él y pienso: no, yo sí sé lo que siento. Si tengo frío, es frío. Si me duele, me duele. Y no necesito que nadie me convenza de lo contrario.

La autoestima empieza ahí, en algo tan básico como creer en tu propia percepción.


Regresar al blog