Si hay una mujer en la que pensaré todos los días de mi vida, es la hermana Josefina.
Ella fue quien me enseñó ortografía. También daba clases de mecanografía, español y redacción. Y estaba a cargo de nuestro salón. Tenía una manera de sentarse—siempre recta, siempre tranquila. Nunca cruzaba las piernas porque “eso no es de señoritas.” Sus manos descansaban suavemente sobre sus rodillas, una tocando ligeramente la otra, como si incluso su quietud estuviera ensayada.
Hasta nos enseñó cómo pasar la página de un libro sin soltarlo. Ese tipo de detalle le importaba. Y ahora a mí también.
La hermana Josefina me quería. Mucho. Decía que yo era inteligente. Quería que me concentrara y que no dejara que otras niñas me influenciaran demasiado. Pero claro… primero vino Laura Blanco, después Majita Melo, y luego otras. El camino no fue precisamente recto. Malas influencias, buena diversión. Ya sabes cómo es eso.
(Sí, perdón amigas—pero es la verdad).
Aun así, ella me perdonaba por no portarme perfecto. Su única regla para mí era sencilla: tenía que mantenerme entre las cinco primeras del salón. Esa era su forma de mantenerme en el camino.
Hace poco me enteré de que murió. Enseguida la vi en mi mente—su piel perfecta, sus dedos largos, su hermosa caligrafía en letra cursiva. Parecía alguien que nunca tenía prisa, que nunca olvidaba un detalle.
Y todavía, todos los días, escucho su voz en mi cabeza. Especialmente cuando no sé si una palabra lleva tilde. De pronto, ahí está ella, dándome la respuesta. Serena, paciente, exacta.
Qué curioso es cómo funciona la memoria. Tendemos a creer que recordamos hechos. Pero lo que realmente recordamos mejor es la emoción. Así es como el cerebro decide qué conservar y qué dejar ir. La emoción funciona como un resaltador—le dice al cerebro: esto importa, guárdalo cerca.
Hay una parte muy pequeña del cerebro llamada amígdala—pequeña, en forma de almendra—que se activa cuando sentimos algo con fuerza. Y cuando eso pasa, le envía una señal al sistema de memoria que dice: “Agarra esto y no lo sueltes.” Por eso una regla de ortografía que aprendiste a los diez años puede quedarse contigo para siempre—si la persona correcta te hizo sentir vista cuando la aprendiste.
Para mi querida Hermana Josefina.