Irene

Irene

Nunca he sido buena con los finales. Ni siquiera soy buena con los comienzos. Pero hay vacíos que se sienten tan absolutos que terminan marcando ambos.

Cuando pinté Irene, no lo hice para recordar. Lo hice para no olvidar que ese vacío también era mío.

Después de mi divorcio, me mudé a Nueva York como quien escoge una ciudad para rehacerse, como quien cree que cambiar de suelo cambia el alma. Conseguí un apartamento con una amiga, abrí mi primera boutique en Colombia, tenía mis cosas en su lugar. No todo estaba bien, pero al menos tenía rumbo.

Hasta que llegó el huracán.

Se llamaba Irene.

Cuando entré al apartamento después de la tormenta, todo seguía allí: la cama, la ropa, los libros… pero tocabas cualquier cosa y se deshacía en las manos. El agua lo había invadido todo. Había salido por el suelo, por las cañerías.

Y fue raro. No fue rabia. No fue tristeza. Fue nada.

Como si me hubieran borrado de mí misma.

Me quedé con lo que tenía en la maleta: una computadora, una cámara y un tiquete. Y un silencio interno tan pesado que a veces se confundía con cansancio. La mente no me daba para ser valiente, ni práctica, ni lógica. Y no tenía la cabeza que tengo hoy, la que sabe mirar el caos de frente. En ese momento, lo único que supe hacer fue irme.

Y me fui, pensando que los problemas se quedan. Que si cambia de lugar, cambia de historia.

Y desde ahí empezó mi búsqueda. No de algo. De mí. Estaba desorientada. Todo lo que había aprendido, todo lo que creía que sabía hacer, se me borró. Como si el agua no solo se hubiera llevado mis cosas, sino también mi memoria emocional.

Por eso pinté Irene. Para capturar el hueco. El fondo negro del cuadro es eso: un lugar sin forma, sin sonido, sin mapa. El azul del ojo es el agua. Porque el agua siempre ha estado en mi vida, pero esa vez no limpió, no fluyó. Esa vez arrasó. El rojo fuerte en los labios, el blanco de la piel, el azul profundo: los colores de la bandera del país donde me pasó todo.

Pero pienso en la experiencia y, como muchas otras, no lo cambiaría.

No porque haya aprendido “grandes lecciones”. No porque ahora sea más fuerte o más sabia. Sino porque sé que estuve ahí. Sé que ese vacío fue real. Y sé que, aunque no hice todo bien, no me rendí.

A veces no se trata de avanzar. A veces simplemente se trata de resistir.

Irene no es solo una pintura. Es una versión mía. Una que ya no se me olvida. Porque cuando uno pierde todo, lo único que puede hacer es empezar a elegir. Qué recuperar. Qué dejar atrás. A quién volver a ser.

Y ahí empieza otra historia.

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